Mariano Amieva

“El ermitaño sirve de huésped. Es silencioso y educado, ideal. Para cuando llega el que no tiene tiempo, la mesa de las apuestas ya esta tendida sobre el altar. La fuerza ingobernable elije las cartas con las que se juega la partida, las marca, hace trampa. Se deslizan suevamente por el paño del destino, cartas de todos los colores y de todas las formas que se conocen y se conocerán. Alrededor estamos nosotros, ciegos y peregrinos, cansados de tanto viaje, veteranos en el arte paciente y milenario de la adivinanza. El monje negro, crupier de su majestad, reparte los ocho nombres. A la sombra de su suerte, un hombre arranca la corteza de su corazón envilecido y lo arroja a sus pies. Palomas enfermas lo recogen con el pico para armar su nido al calor de lo que fue y nunca más volverá a ser, porque por algo dejó de ser. Otro hombre dibujó sobre el suelo una cruz de sal. Pacha, suplica el hombre, mamita mía por favor que no llueva tanta muerte. El monje negro marca alrededor de la mesa un círculo tornasolado. Adentro lo que está adentro, afuera lo que queda afuera. ¿Quién va a ser el primer brujo que plante la bandera en el desierto? Más allá el otoño lo viste todo de ocre. Más allá la luz que abriga. Más allá todo lo que brilla y da envidia. Una mariposa se detiene encima del paño, el monje negro la sopla y sale volando una polilla. En el hueco polícromo de una mancha de aceite cochino se encuentra todo el sentido de la vida, dice el sabio, sucio adulador. Ha llegado la hora de apostar, ¿qué color es ese? Un loco predica el fin de los tiempos para la tiranía del azar. Hay que estar más atentos que nunca, cerca de los locos siempre se esconden los malos”.

Agustin Rosenstein